miércoles, 20 de octubre de 2010

E_A_LESB_J-L_S


A_LESB_J-L_S

Enseñar a volar con las alas propias, las naturales prohibidas por el sistema, después de desacostumbrar a las postizas, que no permitían alzar el vuelo.
Guardo silencio. Las alas postizas ya las he rechazado; ésa es mi tranquilidad. Pero para recobrar las propias, si yo me atraviese a...


—Sí –pronuncia con firmeza, sonriendo.
—¿Qué dices?
—Digo "sí" a lo que estás pensando. Seré tu guía.
—Ni aún me había atrevido todavía a pensarlo –respondo con voz turbada, callando la verdad pues desde el encuentro anterior sólo confío en ella; ni siquiera en mí mismo...–. Pero gracias. Lo acepto, lo deseo –concluyo mirándola a los ojos.
Al cruzar de nuevo las piernas, su pie ha vuelto a quedar en alto, próximo. Doblo mi cintura hasta que mi torso toca mis muslos y beso su empeine. No me rehúye, no dice nada.
—Perdón –murmuro–. Admiro tus zapatos. No, los envidio. Y tus medias. Pero no he debido...
Alza su mano y la detiene en el aire.
—Esta mano debería azotar tu mejilla, no por el beso, sino por creerlo culpable. ¿Por qué habrías de reprimirte? ¿Acaso me has hecho daño?... ¿Ves como necesitas ser reconstruido?
—Gracias por educarme.
—En tu próximo error te golpearé. Reconstruirse es un duro esfuerzo; para hacerse buen pan hay que torturar la masa y sufrir el fuego... ¿Serás capaz?
—Sí, mi maestra. Gracias.
La mano conminatoria se posa en mi rodilla y la oprime. Me transporto a muy atrás y muy adelante; vivo en medio de un gran silencio. Fluye un tiempo diferente.
—Pero esta vez te mando un ejercicio. ¿Sabes que la caligrafía sirve como terapia? Pero esto es más: el tema. Me vas a escribir acerca de mis zapatos, de mis medias, como quieras y lo que quieras. Sé libre, sé tú mismo, no te amordaces... Y confía en mí.
—¡Oh, más que en nadie!


El trío de músicos se retira, dos empleados se mueven en el pequeño escenario, llegan otros músicos. Nos levantamos y salimos; Albert se inclina a su paso y se vuelve al telefonillo para avisar al coche.
El 'roadster' está en la puerta y el portero tiende la llave a Farida. Ella se cambia las sandalias por sus zapatos bajos de conducir y arranca. Durante el trayecto no decimos gran cosa; yo trato de memorizar íntegro este encuentro. En lo alto la luz vira a un azul intenso, casi negro.



Ante el portal de casa aún me gasta ella una broma:
—¡Cómo te apresuraste a bajar cuando llegué! ¿No quieres que vea tu casa?
—Nada de eso; la tienes abierta siempre. Ahora mismo, si lo deseas.
—Ahora no. Invítame otro día a un té.
—Seré feliz sirviéndote.
—Te llamaré para quedar.


Me tiende su mano y yo bajo un poco el guante para besarla con emoción. Me apeo, pero ella no me deja cerrar aún la portezuela. Coge del suelo del coche sus sandalias y me las entrega.
—Toma; para que te inspiren.
Suena el motor, arranca, su mano me dice adiós antes de dar la vuelta a la esquina.
Ahora en lo alto se insinúa cierta claridad. ¿Acaso el resplandor de la dorada ciudad abierta?


¡Golden House!
El nombre de ese club no es un azar; no podía llamarse de otro modo. Es la Ciudad Dorada, la de los muros derribados por la Odalisca. En ella estoy, sólo aquí pueden ocurrirme tantos prodigios.
No son ilusiones, tengo la prueba material, puedo besarla: estas sandalias sagradas, ahora sobre la mesa camilla, el doméstico templete para el secreto fuego invernal.
Subí escaleras arriba con ellas abrazadas a mi pecho, ¿o acaso usé el ascensor? No lo sé, no me daba cuenta de nada más, sólo del tesoro en mis manos. ¡Qué instantes he vivido, qué pasos gigantescos adelante! Y al entrar en la casa otro asombro: acababa de dejar a Farida alejándose en su coche, cuando al encender la luz del salón me la encontré aquí mismo, mirándome desde la pared. Ella en persona, volviendo la cabeza sobre su hombro desnudo y sugiriendo un "¡Sígueme!". La misma del 'roadster' salvo verla peinada con media melena.
Rectifiqué en seguida, claro; era el retrato de mamá, el de siempre, en su versión afectiva última, pero la primera impresión al encender la luz fue el choque de Farida esperándome. ¿Será que desde ahora voy a verla en todos los rostros?
¿Por qué no, después de lo mucho que ha inyectado en mi nueva vida?
Además, contemplando esa imagen, advierto cierto parecido entre ella y mamá; no tanto si las comparo rasgo a rasgo, pero sí con semejanzas de carácter. Los ojos azabache de mamá no son los azul–grises heredados de los vándalos, pero miran también con un fulgor profundo. Y más desde que, al llegar aquí, he descubierto en el retrato el mismo mensaje de cuando mamá era mi faro y mi guía, como Farida.
¡Farida! Paladeo ese nombre, mi rodilla sigue sintiendo su mano, cuyo gesto ha vuelto ¡por fin! a tomar posesión definitiva y explícita de mí. Para eso volvió ella, para eso ha venido a raptarme en su coche. La idea de que acudió en mi busca me exalta porque en realidad soy yo quien ha vivido siempre en busca suya sin saberlo. Mi instinto lo decidió en Toledo antes de que lo razonara mi cerebro, pero la decisión se agostó por prematura, al decretar el destino el alejamiento absoluto de Farida. Ahora es mi ser entero quien la ansía, con el saber naciente
del nuevo Mario, el que está emergiendo dentro de mí. Un Mario con la evidencia, ante tantos encuentros y pruebas, de que he venido aquí para reunirme con Farida, a ponerme en sus manos y acatar sus designios.




Tan cierto es que hoy no sólo me ha admitido sino que me ha entregado el primer instrumento de sus enseñanzas, estas sandalias adorables, reliquia permanente, norte de mis nuevas andanzas. Las he besado, he aspirado el embriagante olor a cuero y a su perfume, me ha invadido toda su fuerza para elevarme sobre mí mismo y alzarme hacia ti, Farida, en tu servicio. Admirándolas sobre la mesa camilla de mis estudios y cavilaciones me envuelven tanto en ti que las lleno con tus pies en las medias que he besado, tan de ámbar como tu piel, y levanto sobre ellas las líneas de las piernas y el muslo mítico prometido en el Palace y el clítoris recién mencionado en tus palabras, sin duda para incorporarme hasta tu último interior... Te alzo entera sobre esas sandalias, hasta el tatuaje salvador, hasta el cabello en negra diadema, y queda tu rostro a la altura de ese retrato en el que tú también me miras con los ojos oscuros. ¡Con todo ello descubro al fin que, así como hay un Mario naciente, a la vez emerge ante mí una Farida muy superior a la que encantó a aquel niño hace medio siglo! Una Farida tierna, con lágrimas ante 'Amanecer', pero amenazadora de rigor para la tarea de hacerme.



En el fondo es la misma, claro, aunque yo descubra ahora lo que antes no vio el niño ignorante de la vida. Pero ha adquirido algo más desde entonces para guiarme mejor con unos saberes nuevos.

¡Qué sorpresa, oírla iniciarme en la Ipsoterapia! ¡Qué sugestiva esa teoría tan clarificadora de mi vida y la de tantos otros, atormentados como yo en el potro represor del natural instinto! ¡Cuántas falsedades sobre la masturbación han hecho sentirse culpables a pobres adolescentes desde los confesionarios! ¡Qué apacible humanidad he presenciado, en cambio, ante la lección práctica en la sala de baile, donde disfrutaban de la vida la atractiva Roberta y su caballero, hecho casi mujer en los brazos dominantes de Farida! ¡Cómo recuerdo a un pobre amigo mío homosexual sometido en una clínica a tratamientos para "curarle"! Claro que en otros tiempos los fanáticos ignorantes le hubiesen quemado en la hoguera.




Tantos acontecimientos demostrándome que aquí nada es azar, que todo está orientado como la flecha al blanco, empezando por esa increíble fidelidad de mi teléfono, siempre en servicio sin variar sus cifras. Sería incomprensible si no fuera como tantas otras realidades extrañas en estas Afueras y, además, aquí encaja en ese orden superior que orienta hacia una meta.
La evidencia de ese orden la llevo dentro de mí en lo más profundo y por eso mi sosiego permanente actual, sin importarme lo que pueda ser este policentro: ensanchamiento moderno del Madrid periférico o creación especial para encuentros con los míos, o tratamientos, o estación de tránsito, o sala de espera. Cada persona aquí sigue sin duda su itinerario y el mío no puede estar más claro ni tener más definida su meta, después de toda una vida de desorientaciones. ¡Fin de mi confusión y mi desconcierto!
Quien ha penetrado en mis profundidades mejor que yo mismo conoce por fuerza mi verdad. Por eso proclamo como el místico Hallaj: '¡Farida al–Haqq!': Ella es la verdad. En su evangelio creo, a esa diosa me entrego, porque me busca como soy y no habré de violentarme para hacerme yo. Empiezo ahora mismo a servirla escribiendo según su deseo y me siento libre hasta de la obligación de decidir.
Se la dejo a ella; sólo me mandará ser quien y como soy: absoluta mi libertad de ser estando en sus manos.



¡Sus manos! ¡Qué primorosas cargando la deliciosa pipa con el tabaco! Me recordaron las de las danzarinas de Guerba, en el sur marroquí, que sentadas con su velo en un tapiz, sólo con los ojos fulgurantes, el culebreo del torso y las insinuantes manos elocuentísimas provocan en los hombres la sensualidad. Sus manos me amasarán como el buen pan, después de triturar mi grano bajo la muela, y al fin me entregarán al fuego. ¡No me ahorres esfuerzo ni pasión! Ahora comprendo muy bien otro viejo error mío: el de creer supremo paraíso el Ras–Marif con tita Luisa. Sólo era paraíso de niños, del que ella juiciosamente huyó buscando fuego; falso edén sin hogueras, sin ardor.
La verdad es que el paraíso de la vida es realizarse del todo; ser –como me explicaba mi dios– esa chispa de la Hoguera Cósmica.



El Amante Lesbiano; JL Sanpedro.

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