La
fotografía es documento y ficción, riguroso registro de la realidad
e intencionado
relato de la historia. No otra cosa es por su parte la fotografía de
arquitectura: desde las sales de plata hasta los bits digitales, sus
medios e instrumentos
han servido para retratar edificios y ciudades con la objetividad que
garantiza su naturaleza técnica, y a la vez con la subjetividad
implícita en el
ojo que elige el encuadre, segregando del magma del mundo aquello que merece
ser representado. Existen muchos modos de ver, y los perteneciente a
la generación que modeló su mirada crítica con John Berger y Susan Sontag
sabemos bien que no hay imágenes inocentes, como no hay tampoco fotografías
de obras o paisajes que no contengan al mismo tiempo la huella luminosa
de los objetos y el rastro en penumbra de los propósitos.
El retrato es
un relato, y tan deliberado resulta ser lo que aparece dentro del
marco
como
lo que se deja fuera del campo. Si
los arquitectos se han hecho fotógrafos para capturar su obra y la de
otros —sustituyendo o completando con la cámara los tradicionales cuadernos
de croquis—, los fotógrafos se han hecho arquitectos al
interpretar con
su mirada las ideas incorporadas en las formas construidas,
convirtiendo la
lente en una herramienta más de este viejo oficio.
De la misma
manera, las
publicaciones de arquitectura han utilizado las imágenes
fotográficas —como
en su día los grabados— para dar musculatura y rostro al esqueleto
exánime
de las palabras, otorgando persuasión visual a su música
silenciosa, y
en el proceso sufriendo también el secuestro de la seducción
retiniana. Desde
la pequeña Minox 35GT con la que este director tomó hace 25 años
la foto
de portada del primer número de Arquitectura Viva hasta los
colosales medios
técnicos de los profesionales actuales hay un abismo que nos empuja
insensiblemente
hacia el espectáculo.
A
fin de cuentas, los fotógrafos son hoy los críticos de arquitectura
más influyentes,
tanto por su selección de las obras que eligen documentar como
por
su modo de representarlas, de suerte que son su agenda y su pupila
las que
establecen las coordenadas de la conversación arquitectónica
global. Transformar
hoy el discurso crítico exige probablemente desplazar la atención
lejos de las imágenes, resistirse al protagonismo del ojo y
renunciar a
un pensamiento visual que —además de ser un útil instrumento para entender
el mundo— es casi inseparable de la formación y el instinto del arquitecto,
y acaso constituye su mejor y más singular destreza. Mientras esto no
ocurra, y mientras sigamos enredados en los laberintos amables del
placer visual,
continuaremos caminando en compañía de fotógrafos y sucumbiendo a
la seducción de las flores del mal. Parafraseando a Baudelaire,
«hipócrita fotógrafo,
mi semejante, ¡mi hermano!»
L. Fernández-Galiano.
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